El mundo digital y los valores públicos globales

Javier Roldán Barbero

El mundo físico y el virtual se suelen presentar como dos sistemas separados, hasta enfrentados, pues el ciberespacio, y por extensión las nuevas tecnologías, amenazarían la misma condición humana, el pensamiento crítico y nuestra relación con la naturaleza.

               En realidad, la Cuarta Revolución Industrial encierra, como toda gran transformación, al mismo tiempo amenazas, desafíos, oportunidades y paradojas (así, al asistir simultáneamente a un exceso de información y a su falseamiento. Los prodigios tecnológicos están aquí para quedarse y para galopar. Uno de sus efectos será desdibujar progresivamente la línea divisoria entre lo virtual y lo real.

               Es indudable que el territorio plano, sin fronteras, constituido por el ciberespacio genera una sociedad digital y con ella (ubi societas, ibi ius) la necesidad de una regulación del tráfico jurídico consiguiente, un nuevo contrato social, una gobernanza propia. Se trata de un ecosistema que, al impulsar la conectividad global, está ineluctablemente abocado a las relaciones internacionales y a su ordenamiento jurídico, el Derecho internacional, a todo él dada la condición transversal de este mundo. Sin embargo, la reglamentación jurídica, por ejemplo en materia de responsabilidad, es aún manifiestamente incompleta e incierta, requerida en parte de que las normas aplicables al mundo físico se adapten al mundo digital.

               En este  breve comentario me propongo apuntar, de manera necesariamente sumaria, algunas de las adaptaciones que la cibernética está ocasionando a los principios estructurales del Derecho internacional, a los valores públicos universales: mantenimiento de la paz, cooperación y progreso económico y social, protección internacional de los derechos humanos y promoción de la democracia, salvaguarda del medioambiente o la propia identidad de la soberanía estatal. Simplificando el hilo conductor, ¿asistiremos a un Internet global que reforzará los valores globales o tanto Internet como los valores se atomizarán?

               Comencemos con este último principio de la salvaguarda de la soberanía estatal: ¿se transformará, a causa de las nuevas tecnologías, el Derecho esencialmente interestatal en una suerte de Derecho global? ¿y tal derecho sería más o menos equitativo que el actual? La sombra del Estado es alargada y expone el espacio público digital a una balcanización. Incluso las aspiraciones por constituir un nuevo Estado, invocando a tal fin un apócrifo derecho de autodeterminación en el orden internacional, tienen también en el ciberespacio su campo de lucha, como se observa en la, ahora vedada, “República digital catalana” (Real Decreto-ley 14/2019, de 31 de octubre). De momento, se encarece que la política digital sea una “política de Estado”, no sometida a las alternancias políticas ni a la dispersión territorial. En estos tiempos hay que pensar los límites de la jurisdicción territorial, el alcance y legalidad del derecho extraterritorial, cuando un ataque contra un Estado, pongo por caso, puede ser perpetrado desde cualquier plataforma en tanto que el Estado mantiene sus confines soberanos; pero la geografía –y la geoestrategia- siguen contando para los nuevos escenarios, contrariamente a lo anunciado. Por ejemplo, la Unión Europea y sus Estados miembros procuran defender una soberanía digital, una autonomía estratégica en este campo, y no quedar sometidos, colonizados, ante los cambios tecnológicos. A tal fin, Europa debe impulsar una industria propia –una reindustrialización-, que en parte pasaría por la actual potenciación de la Política Común de Seguridad y Defensa. Algunos de sus Estados, singularmente Estonia, es precisamente un modelo de administración digital, un ejemplo de país digitalizado. Sea como fuere, la soberanía digital se verá resquebrajada por los imperativos del medio y del tiempo, así como por una rampante colaboración, y también confrontación, público-privada.

               La protección del medioambiente, por su parte, es bien ilustrativa de los efectos, ora favorables, ora perniciosos, que las nuevas tecnologías pueden surtir sobre nuestro esquilmado planeta, así como de la necesidad de una dimensión transnacional de las políticas. Convivimos con las maravillas científicas y con el riesgo del Apocalipsis. La ecología se funde con la economía bajo el concepto de “desarrollo sostenible”, que tiende a evitar que se haga realidad el proverbio castizo, acuñado en un mundo analógico, de “pan para hoy y hambre para mañana”.

               En el ámbito propiamente económico, la “economía digital” constituye un subsistema propio, aunque entrelazado con la economía física. Así, la brecha Norte-Sur se aprecia y se agranda por la eclosión de las nuevas tecnologías, dato que provoca la pobreza cibernética y desmiente la creencia primigenia de que la ubicuidad de Internet permitiría una cierta asimilación y atomización del desarrollo económico. De hecho, la cooperación para el desarrollo encuentra en el campo digital una de sus manifestaciones, lo que explica, pongo por caso, la ayuda que la UE concede a África para impulsar su conectividad.

               La estructura de poder y la geoestrategia se trasladan y adaptan, en consecuencia, al campo digital, como ilustra la batalla por el 5G, liderada por China con Huawei y escenario de una nueva guerra fría, esta vez esencialmente entre el gigante asiático y Estados Unidos, pero con Europa interpuesta. En general, Internet está expuesto a un sistema de multiparticipación, con elementos públicos y privados, con distintas administraciones concurrentes, desde organismos internacionales, como la Unión Internacional de Telecomunicaciones, hasta entidades infraestatales: ¡la importancia de las smart cities en una población cada vez más urbana y concentrada…!

               Con los nuevos retos económicos, la soberanía y la capacidad del Estado para atender sus funciones tradicionales se ponen en entredicho. Piénsese en las criptomonedas, que viven ahora un posible e inquietante nuevo episodio con el anuncio hecho por Facebook, en coalición con otras grandes compañías, de lanzar su propia moneda virtual, Libra, que socavaría el poder público monetario y está obligando a éste a contraatacar lanzando monedas numéricas. O bien la erosión fiscal practicada por las big tech, que drena recursos para la sostenibilidad del Estado social y democrático de Derecho. Esos mismos gigantes –conocidos por el acrónimo de GAFA (Google, Apple, Facebook, Amazon)- comprometen con su oligopolio la libre competencia y sirven de punta de lanza del nuevo superpoder de los Estados Unidos. Se comprende que desde la UE se investigue y se sancione pecuniariamente con elevadas sumas, por parte de la Comisión, ese abuso de poder dominante, pero tampoco extraña que desde el propio coloso americano se lleve a cabo un proceso parlamentario y judicial interno ante este fenómeno que menoscaba los fundamentos del liberalismo. La propia expansión de estos gigantes y de las fintech sacude la preponderancia del sector bancario tradicional.

               En suma, la economía mundial y el capitalismo encuentran en estos nuevos campos y negocios un llamamiento para su reformulación, en la cual los datos se convierten en una materia prima básica, el comercio electrónico se afianza y el sector también pujante de la ciberdelincuencia ocasiona multimillonarias pérdidas a los Estados.

                En otro orden de ideas, ¿caminamos hacia una deshumanización de la sociedad incentivada por las nuevas tecnologías? El ser humano es el principal impulsor y debe ser el principal beneficiario, y no el enemigo de sí mismo, con este espectacular desarrollo científico. Vivimos, ya se sabe, transformaciones antropológicas –un transhumanismo- y una era bautizada como la del Antropoceno, en la que el ser humano está deteriorando nuestro planeta hasta el punto de comprometer su propia supervivencia.

               La protección de los datos personales es uno de los paradigmas de este test de resiliencia para la salvaguarda de los derechos fundamentales en la era digital. La Unión Europea se ha dotado de una normativa protectora en su Reglamento General 2016/1148, que, aun inaplicado a su Política exterior y de seguridad común, bien podría constituir un referente para una normativa global. Es verdad que la Comisión Europea aún reprocha, con motivo de los primeros balances de este reglamento, la falta de adecuación de numerosos Estados miembros a sus disposiciones.

               Desde el prisma internacional, es sobresaliente que en materia de protección de datos se diriman conflictos soterrados y explícitos entre las grandes potencias, incluso entre Estados Unidos y Europa en el marco del actual Occidente “fractious and fractured”, con las tensiones estratégicas y soberanistas antes reseñadas. Estos desencuentros han tenido su manifestación más clara en la anulación judicial por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea del primer acuerdo bilateral de protección y registro de datos, denominado “Safe Harbor”, y en la impugnación judicial que también está conociendo el acuerdo subsiguiente, el “Privacy Shield”, en el llamado asunto Schrems II ante el mismo tribunal, del que ya se han publicado –el 19 de diciembre de 2019- las Conclusiones del Abogado General, favorables a la anulación también de este tratado por invasivo de la vida privada debida a los ciudadanos europeos.

               La dialéctica seguridad-libertad, dos valores usualmente entrelazados en declaraciones internas e internacionales de derechos humanos, se traslada, transfigurada, al escenario digital. Resolución 73/187,adoptada el 17 de diciembre de 2018 por la Asamblea General de Naciones Unidas a iniciativa de China y Rusia, insta a la celebración de un tratado global contra la ciberdelincuencia, en detrimento probablemente de las libertades individuales. Internet se presentó al principio como un escenario libre, abierto y seguro, promotor de la dignidad humana globalizada; el mismo acceso a Internet tiende a configurarse como un derecho humano en sí mismo. Sin embargo, en los tiempos que corren, las democracias se ven más vulnerables que las dictaduras (los “tecnoautoritarismos”), las cuales curiosamente sacan partido del ciberespacio y la robotización para consolidar y acotar su sociedad de la vigilancia y aun para hostigar y amedrentar a las sociedades abiertas. Son elocuentes y alarmantes, en este orden de ideas, las campañas digitales lanzadas desde lugares y con propósitos liberticidas contra las elecciones democracias consolidadas. Estas, por su parte, también experimentan tics y dilemas existenciales profundos, como los episodios protagonizados por Julien Assange y Edward Snowden -héroes o villanos, según las opiniones y los lugares- ponen de relieve sobre el derecho a la información.

               La seguridad es en sí misma uno de los factores y valores predominantes, si no el primordial, de las relaciones internas e internacionales contemporáneas, si bien con tendencia al abuso en su invocación. Dentro de ella, la ciberseguridad ocupa un papel fundamental y rampante, con sus distintas variantes: ciberguerra, ciberterrorismo, ciberdelito, ciberespionaje.

               Se trata, lógicamente, de nuevas manifestaciones del uso de la fuerza armada, que obligan a revisar las categorías tradicionales: la legítima defensa, el derecho de los conflictos armados, la integridad de los Estados, el papel del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, de la UE o de la OTAN, expuestos estos organismos a un nuevo teatro de operaciones con el ciberespacio. Los flagelos del mundo presencial se adaptan y se entrecruzan con los nuevos medios, como hace el terrorismo yihadista, al tiempo que bienes terrenales, como las infraestructuras críticas, se ven particularmente afectados por ciberataques que se enmarcan en las batallas híbridas de nuestro tiempo, que pueden alcanzar una dimensión mundial (el ataque del programa dañino Wannacry en 2017, por ejemplo, afectó a unos 150 Estados). La ciberseguridad, toda ella, tiene un alcance transversal en relación con los demás espacios (tierra, mar, aire y espacio exterior) y con todos los valores: democracia, derechos humanos, medioambiente, progreso económico, etc. Es ilustrativo a este propósito que España se haya dotado de una Estrategia Nacional de Ciberseguridad, cuya segunda versión data de 2019, pero que el espectro securitario digital y tecnológico atraviese las demás estrategias nacionales de seguridad: marítima, energética, sobre el crimen organizado, el sector aeronáutico y extra atmosférico, y desde luego la propia Estrategia General vigente, adoptada en 2017. Todas estas estrategias, por otra parte y acertadamente, están imbuidas de una fuerte impronta internacionalista

               En suma, nuevos tiempos, nuevos paradigmas, nuevas incertidumbres en las relaciones internacionales; por consiguiente, nuevo, necesario y apremiante Derecho y cooperativo.

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